domingo, 30 de marzo de 2014

Tercera novela



En este barco hace, Donato, la travesía del Atlántico





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Donato el Cubano










Un aciago día del mes de mayo de 1914, mientras Donato Funes Terrón andaba con la mula camino de Ugíjar a buscar grano para la siembra, Clotilde, su mujer, dejaba la olla a merced de la lumbre y corría hacia la puerta para abrirla. Más que llamar, parecía que quien lo hacía quisiera tirarla abajo; Manuel el del cortijo Las Higueras la golpeaba ferozmente con el mango de una hoz. Cuando Clotilde, asustada, abrió la mitad superior de la quejosa puerta, el alterado visitante se encaró con ella enarbolando el apero de segar:
–¿Dónde está el hijoputa de tu marío? –le espetó con sangre inyectada en los ojos que, de soslayo, buscaban el consenso público que diese testimonio de su hombría.
Clotilde no necesitó más para hacerse una composición de lo que sucedía. Una corriente fría le recorrió la espalda de abajo arriba aflojándole las piernas al pensar que había sucedido lo que ella intuía desde hacía tiempo: la mujer de Manuel era conocida de ella. Desde que ambas eran solteras y compartían agua y confidencias en el lavadero, sabía que era ligera de cascos. Cuando llegó al pueblo, venida de El Ejido, donde antes vivía, le había mostrado su ligereza confesándole algún revolcón entre el maíz con más de un mozo.
El cortijo de Manuel caía de paso a las fincas del Barranco Chico, donde Donato iba un día a la semana, de madrugada, a regar. Tras él le tocaba el turno de acequia a Manuel, que regaba los bancales durante hora y media. Quedaba claro, pues, que mientras este regaba su mujer hacía de las suyas arremangándose las faldas con Donato.
Lo que lamentablemente desconocía Clotilde cuando abría la puerta era que una de las últimas veces había tenido consecuencias a las que habría que dar teta nueve meses más tarde.
–Manuel, ¿qué te pasa? –preguntó Clotilde alzando los brazos con gesto de temor al verle blandir la temible herramienta.
–Date por viuda. ¡Lo mato! –Clotilde dio gracias al cielo por mantener ausente a su marido, que no merecía las lágrimas que en ese momento, aterrorizada, ella vertía.
–Donato no está, ¿qué pasa? –todavía con una extraña sensación en el hueso sacro, que le descontrolaba los esfínteres, Clotilde le informaba de lo que Manuel ya sabía, pero el pobre hombre, de carácter débil, como mínimo tenía que representar su resolución a clamar venganza por tamaña deshonra.

Simulando frustración al no encontrar a su presa, volvió sobre sus atribulados pasos escenificando la cólera de un Otelo de Sierra Nevada traicionado por una Desdémona nada inocente. Con clamorosos aspavientos se encaminó al cortijo Las Higueras. Aquel pobre gañán, que volvía a casa destrozado interiormente, era consciente de no ser capaz ni de arrear la burra con la vara, cuanto menos privar de la vida a un hombre. Avergonzado de su cobardía, no tuvo ánimos para encararse de nuevo a su mujer, y esa noche se diluyó en los montes, sin regresar al cortijo.

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