domingo, 16 de marzo de 2014





Sueños pobres & Pobres sueños
(Relato corto)
Mientras España vive momentos cruciales, convulsa por la muerte del presidente del consejo de ministros, Carrero Blanco, un hombre de unos treinta y cinco años, barba cerrada y mirada entristecida, observa desde hace varios  días el deambular de una joven prostituta que, sin alejarse más de cincuenta metros, repite el recorrido a la espera de que algún cliente solicite sus servicios. La ropa demodé de este hombre delata los diez años que ha pasado en la cárcel, en su caso, por homicidio. 
No se atreve a abordarla y la amargura le cruza el rostro simbolizada por unas arrugas prematuras, como si fuesen el código de barras de un drama humano. Finalmente, tembloroso, se decide y cruza la calle con paso lento, dándose tiempo por si se arrepiente. La barba poblada y la gorra de visera ocultan sus facciones dejando sólo una franja, donde unos ojos azules, tristes y esperanzados quedan a la vista. 
Al llegar a la altura de la joven fulana, la aborda de frente bajando en lo posible la visera para ocultar la mirada, que teme que le delate. La puta, bajo el caparazón de una personalidad fingida que la protege de la vergüenza ante los clientes, se enfrenta a su posible trabajo con la soltura de una profesional consumada.
Sólo los ojos del hombre están a la vista, pero son suficientes para que las pocas palabras de falso cariño que la mujer ha emitido la avergüencen ante ellos. La triste mirada de aquel barbudo la despoja de su coraza de trabajo, y queda como una muñeca desmadejada, aupada en sus exagerados tacones.
La sonrisa se le congela y el maquillaje se derrite grotescamente diluido en lágrimas  resbalando, ya líquido, por sus mejillas.
Él no ha pronunciado palabra, después de tantas veces ensayando en la soledad de su celda no logra decir nada. Sólo una prolongada mirada que les remite diez años atrás   llena los dos primeros minutos del encuentro. Aunque ambos se mueren por el abrazo postergado tanto tiempo, es él quien toma la iniciativa y la estrecha entre sus brazos, a lo que ella corresponde entre compulsivos sollozos.
Aislados en su pequeño drama, no se percatan de las curiosas miradas que despiertan. Finalmente, caminan hasta un bar próximo mientras la mujer, con movimientos apresurados, se limpia el maquillaje de trabajo que nunca hubiese querido mostrarle. Allí toman asiento al lado de una vidriera de cuarterones, donde el frío redondea las esquinas helando los pequeños cristales. Vistos desde la calle dan la apariencia de una pareja cualquiera, pero la forma de tomar las manos de ella entre las de él, tiene un significado muy especial; le está pidiendo perdón al tiempo que la perdona por algo que considera que él provocó en su día.
Por sus cabezas  pasan los años que estuvieron juntos y que, desgraciada e involuntariamente, malograron un amor limpio y lleno de esperanza. Como quien golpea un diamante habiendo oído que es el material más duro del universo, y éste se desmorona ante su vista en mil pedazos.
Juntos quedan recordando los viejos tiempos, tratando de recuperar los despojos de una vida, como quien busca unas fotos entre las ruinas después de un derrumbe…
                                                            *
Corre el año 1963. Mientras María y Mario, sentados en el solitario banco de la desierta plaza recuentan por enésima vez los magros ahorros de que disponen, un frío demasiado intenso para lo incipiente del invierno barcelonés les cala los huesos. Ya falta poco para la boda. Afortunadamente, todavía no se han hecho presentes los molestos, mezquinos y clasistas sabañones que, cada año, suelen  atormentarles.
Disfrutan planificando lo que pretenden que sea su vida, juntos, y sufren por la escasez de medios que les ha tocado en el injusto reparto de este mundo.
Las ilusiones tienen gastadas las aristas de removerlas y removerlas en el saco de sus proyectos; día tras día, durante tres años planean, cuentan, repasan, miran pisos… sin que los ahorros aumenten a un ritmo satisfactorio.
María vive con el hermano de su madre y su esposa, que vinieron de Andalucía años antes que ella y ocupan un piso de alquiler en la barriada de Bellvitge. El agriado carácter de su  postiza tía imprime en la casa un ambiente insoportable. Las segundas nupcias de su tío, con aquella solterona que superaba los cincuenta, aportaron  a la familia unas manos para fregar, un cuerpo para yacer, y una voz para gritar, todo, para evitar descendencia que mezclar con los hijos ya nacidos.
María soporta el ambiente ceniciento para ahorrarse el coste de vivir en una pensión, que hubiera tenido que ser modesta y que, aun así, le habría impedido contribuir económicamente al proyecto de pareja.
Mario, al igual que su novia, huye del mal llamado ambiente  familiar, donde el alcohol ingerido cotidianamente por su padre, impone tristeza, desazón, e incluso violencia, casi siempre soportada por su domesticada y sufrida madre. En ocasiones ha huido de sí mismo, tratando de evitar un enfrentamiento con su progenitor, de posibles consecuencias trágicas.
El calor que ambos intercambian sentados en aquel banco, es más emocional que térmico. Mario,  empujado por las  imperiosas necesidades de sus veinticuatro años, con el aliento trata de calentar la mano que pretende reptar bajo el jersey de María, y llegar  así hasta el  ansiado seno derecho, turgente,  caliente y entrañable. Ella, a su vez, deseosa  de la caricia, libra una batalla en su interior por el temor a que de cualquier ventana llegue el grito de algún vecino,  envidiosamente, escandalizado.
Están  inmersos en su pequeño universo tratando de saciar párvulamente las necesidades que Eros les provoca y ajenos al mundo que les rodea, mientras el temido vecino y el resto de la gente permanecen frente al televisor,  absorbidos por  las últimas noticias; en ese día han matado a Kennedy. 
Aunque lo hubiesen sabido, todavía estaba el magnicidio muy lejos de afectar su minúsculo mundo donde algunas vidas son peores que una magnífica muerte.   Ellos se ven obligados a ahorrar hasta el importe del transporte público. Al menos, en parte, ya que el cobrador, en un acuerdo tácito y generalizado, les cobra solo la mitad pero no les entrega tique; en caso de que suba algún inspector, que no esté involucrado en el trapicheo, el cobrador se apresura a repartir los diminutos billetes que no ha entregado en su momento.
La generalizada miseria solidariza a la gente, que sobrevive y viaja apiñada en el autobús, donde un ligero vaho, húmedo y maloliente, flota en el aire y bajo el que proliferan roces genitales; unos consentidos y otros inevitables. Es fruto de la represión psicológica que les impide liberar hasta sus más íntimos deseos. Como si todo  ser humano careciese de la autonomía mental necesaria para dirigir sus propios actos. El más ínfimo deseo sexual se convierte, a los ojos del poder establecido asesorado por las sotanas, en la más sórdida de las pasiones carnales.
María trabaja en una fábrica de altavoces al final de la Travesera de les Corts. Es afortunada, dentro de lo que cabe, su trabajo no la obliga a manejar benzol. Hay varias compañeras que, inútilmente,  tratan de ocultar la adicción al alcohol que les ha provocado utilizar, durante años, el disolvente, pegando las membranas de los altavoces.
Día tras día, recorre cinco kilómetros a pie, a la ida, y otros tantos a las seis de la tarde, ya de vuelta, para lo cual necesita madrugar una hora más. En verano es soportable, pero el duro invierno, a las cinco de la mañana, a veces, la obliga a gastar en el autobús lo que no quiere, sobre todo, los días que la lluvia hostil y despiadada se ceba en los madrugadores. Envueltos en  raídos ropajes, caminan en oscura y silenciosa procesión donde ni siquiera las velas iluminarían sus vidas.
Mario trabaja en una fábrica de vidrio en L`Hospitalet de Llobregat. Para llegar allí necesita hora y media y tomar dos tranvías. Normalmente es duro, pero el año anterior durante los dos días que la nieve permaneció en las calles, hubo de recorrer todo el camino a pié con el blanco elemento hasta las rodillas. Caminaba por el centro de las calles, para evitar las paladas de nieve que caían desde los tejados aliviando el peso en los edificios.
En 1962, Barcelona no está habituada a estas nevadas, y los medios para combatir los sesenta centímetros caídos eran muy escasos. Parece ser un Annus horribilis tras las riadas de Septiembre en las cuencas de los ríos Besós y Llobregat.
A él no se le hielan las yemas de los dedos en su trabajo como a María. Los sesenta grados ambientales, de la fábrica, aumentan hasta los ochenta cuando se acerca al horno a depositar los envases de vidrio que se deben templar después de haberlos moldeado. Bajo un abovedado techo refractario, se pueden ver las pequeñas piscinas de puro magma, que no deben dejarse enfriar nunca. Día tras día, la arena derretida convertida en rojizo y denso líquido, hace que en el interior de aquella vieja nave no existan los cambios de estación.
En otra cosa también, acompaña la suerte a Mario, él no tiene las mejillas de perro pachón que a otros obreros les ha provocado el inflado a pulmón de los envases grandes. Cuando a su compañero Tomás, más veterano, se le hinchan los mofletes, aparecen dos bolsas descomunales en ambos lados de su cara. Mario piensa en el esfuerzo que aquellos pulmones tienen que hacer  para dar forma, estampando el vidrio fundido contra las paredes de la matriz donde se conformará la garrafa. Después, una vez expelido el aire, observa cómo caen le flácidas las mejillas, como tristes cortinas de piel humana. Piensa que, si él estuviese así, no podría gustarle a María.
María es para él, su pequeña puerta a la felicidad. Ese recóndito lugar que te acoge cuando estás harto de soportar la vida. Esa cabaña infantil donde tus sueños se hacen virtual realidad. Fuera de ella no hay nada que le aporte alegría. Ni siquiera le interesan los partidos de fútbol que a muchos compañeros mantienen narcotizados excitándose con el juego como si la vida les fuera en ello. Juntos hacen proyectos de vida en común y se imaginan en el futuro viviendo en un pisito que piensan alquilar cuando cuadren sus cuentas. Tener dos hijos con María y crear su pequeño universo, es la ilusión que le hace resistir todas las inclemencias de su cotidianidad.
Afortunadamente ha conseguido una plaza de camarero que le alejará de aquel infierno, donde sólo lo que se fabrica es transparente. Le han dicho que en verano puede ir a trabajar a la Costa Brava, donde los turistas dan buenas propinas y, aunque hay que doblar  la jornada, pagan bastante bien. Necesita ese dinero para alcanzar sus propósitos.
 Asume la responsabilidad de procurar a María una vida más digna de la que soporta, le hiere el alma ver las ácidas grietas que el frío  provoca en los nudillos de aquellas pequeñas manos, que son las únicas que le han acariciado en edad adulta.
María y Mario se refugian mutuamente buscando el bálsamo de un amor torpe, pero muy sincero y entregado.
Cuando logran un rincón donde saciar a medias sus necesidades de arrumacos, se olvidan de un mundo gris e inhóspito que les margina. Las diferencias con la gente de su entorno no son tan pronunciadas como a ellos les parece. La economía del país, tímidamente, empieza a moverse hacia lo positivo gracias al turismo. A diferencia de él, algunos compañeros se permiten tener una motocicleta donde llevar de paseo a la novia. Mario no puede dedicar  todos los ingresos a sus propios proyectos ya que debe ayudar a su familia; el padre, inmerso en su etílico mundo, ha perdido su puesto de trabajo una vez tras otra.
Tiene dos hermanos excesivamente más pequeños para inhibirse de ellos, nacidos víctimas del empecinamiento inoportuno de una noche enfurecida de su padre. La nula dedicación del cabeza de familia, le hace sentirse responsable de la manutención de los gemelos. Aunque su madre dista mucho de ser como su progenitor, tristemente cede a la presión de éste, que no quiere sentirse solo con la bebida y la incita a ingerir lo que a él le destroza la vida.
Su discretísima casa es una de las edificadas al libre albedrío, y sin control de urbanismo, en la barriada del Somorrostro. La diferencia con una barraca es casi imperceptible.
En el currículo de su barrio solo tiene como dato destacable; alguna pelea con navajas y ser la cuna de Carmen Amaya. En ocasiones, la bailaora visita el lugar seguida de su séquito de guitarristas y bailaores. Los gitanos de la vecindad, con la espontaneidad de quien no ficha en el trabajo, montan una fiesta alrededor de una fogata, y ambas se extinguen a la par llegando el alba.
El trapicheo de chatarra y mercadillo es constante, y las visitas de la policía forman parte del paisaje.
Mario estaba loco por salir de aquel entorno, con el que no se siente identificado, y del que soporta noches en vela teniendo que madrugar para cumplir con el trabajo. Confía en que algún día conseguirá remontar la situación y volar de allí para crear su propio nido con María. Su novia es la píldora que le transporta a un mundo feliz.  Cuando se siente agobiado, rumia los momentos que pasa con ella y vuelve a acariciarle mentalmente unos pechos tersos y entrañables, casi adolescentes, que le provocan erecciones prolongadas y a veces dolorosas, pero que le aíslan de una realidad hostil. Cuando, acorralado por los pensamientos que le provocan la presión genital, libera sus ansias en algún rincón íntimo, lo hace siempre pensando en otra mujer, inducido por un extraño pudor que preserva a su novia de aquel sentimiento netamente animal. En su fuero interno, le parece que utilizar a María sin estar ella presente es semejante a violar mentalmente a la mujer que venera.

Sentada en su puesto de trabajo, María escucha, un tanto escandalizada, las conversaciones sobre hombres que mantienen sus compañeras de trabajo, donde alguna veterana, ya casada, las excita y picardea contando parte de sus intimidades conyugales. No es tanto los temas de sexo lo que la contrarían, sino la visión, nada afectiva, que expresan hacia sus propios maridos. Ella quiere a Mario y siente que lo suyo es diferente.

Cuando el encargado se acerca reprimiendo el parloteo, discretamente se le va la mano hacia el trasero de Laura que sabe muy bien cómo manejar  a los hombres, tanto a su marido como al encargado, el cual le apunta horas extras sin haberlas trabajado. Esta veterana de cuarenta y dos años tiene bajo su tutela a María y, utilizando sus influencias con el aprovechado jefe, le procura trabajos algo menos duros. Ve en ella una criatura cándida y no quiere que se malogre demasiado pronto,  por lo que mantiene al encargado a raya para que la deje al margen de sus magreos.
Por las confidencias que ambas comparten, conoce la relación de María y Mario, que es el tipo de hombre que a ella le habría gustado tener cerca. Su marido carece del más mínimo sentido de la responsabilidad paternal o marital; con sus cervezas en el bar y su revolcón el fin de semana, cree tener cumplidas todas sus obligaciones fuera de la obra donde, en ocasiones, no se mantiene muy lúcido sobre el andamio.  El insensible barrigón cervecero atesora la sensibilidad de un ladrillo, pero su mujer suple esa carencia poniéndole cuernos con el encargado, que no es más sensible que él. Como mínimo le aportaba excitación en los revolcones clandestinos del almacén, a diferencia de los ratos de cama del sábado; donde la mitad de las veces concluye el acto como mera espectadora, sin acercarse ni de lejos al orgasmo. Su marido, aparte de tener las manos con los callos de un caballo, no pierde ni un minuto en excitar la libido de su mujer con las caricias que ella espera inútilmente cada fin de semana, si no le estorba el periodo.
Laura, de alguna forma, envidia el momento que aquellos jóvenes viven, deseosa de ser tan importante para un hombre que la trate con el mimo que parece que Mario dispensa a María.
Está convencida de que a la joven le llegará el momento del hastío, pero quiere preservarla mientras sea posible.
Mario, finalmente ha cambiado de ocupación, y su vida parece tener un pequeño matiz de color; ha conseguido unos ingresos más elevados, gracias a las propinas y a la prolongada jornada que el trabajo de camarero requiere, lo que representa horas extras que cobrar.
Ese año, después de que él regrese de la temporada de verano, en la Costa Brava, tienen pensado casarse e ir a vivir  a un pequeño piso de la calle Galileo, en Barcelona. Está cerca de la fábrica de altavoces para que, de esta forma, María no se vea obligada a madrugar tanto ni caminar una hora por los suburbios, donde sólo la compañía de otras mujeres le aporta una relativa seguridad.

Es principio de junio y faltan solo diez días para que Mario se incorpore a su trabajo en Playa de Aro, en la discoteca Tíffanis. Es una sala de origen francés, con una aureola de cierto glamour. Toda una revolución en el ámbito de las salas de fiesta. Tíffanis destaca como una luciérnaga en el pueblerino aislamiento que el país ha sufrido hasta el momento.
Allí verá cómo algunos hijos de la burguesía, integrantes de la llamada “Gauche divine”, se codean con los turistas europeos, más liberados que los españoles, y manosean las teorías de Karl Marx  entre copas de whisky y vasos de gin-tonic. Esas conversaciones les permiten liberarse de la carga de responsabilidad que acarrearía sentirse partícipes de los abusos que sus padres cometen en las fábricas, para que ellos puedan pagar los Johnnie Walkers  y gin-tónics de Larios sin que se les arrugue el ombligo.
En el interior de Mario rechina la imagen que ve, mezclada con las conversaciones que, parcialmente, escucha cuando sirve las mesas de aquellos pseudo intelectuales, que utilizan las  teorías de liberación marxistas para aflojar bragas. Aquellas actitudes chocan frontalmente con la de Casiano, el hombre de Comisiones Obreras que conoció el año que trabajó en la Renfe. Aquel hombre distaba mucho de los pijos militantes que suelen frecuentar Tíffanis, cuando están de veraneo. Tambien en Barcelona exhiben, impunemente, sus descafeinadas teorías de izquierda en la sofisticada  discoteca-pub Bocaccio.
Casiano tenía cinco hijos, una mujer dura como el roble y un largo currículo de estancias en La Modelo, adobadas con grandes palizas. Con una sola de ellas habría sido suficiente para hacer defecar en los pantalones a cualquiera de aquellos pequeño-burgueses de izquierda. Casiano no tenía papá a quien llamar si era detenido por la brigada político-social. Y si lo llamaba, su padre no tenía un amigo abogado conectado con Gobernación para que le sacase del trullo.
Mario observa esas actitudes, que le parecen incongruentes, pero no profundiza en ello, su objetivo es salir de un ambiente que le araña las entrañas, y está obstinado en conseguirlo con su trabajo. Los mencionados personajes hablan de política con tanta libertad, que le  parece ridículo el tono de clandestinidad heroica que imprimen  en el lenguaje.
La impresión de que no vive en un mundo justo no necesita que nadie se la muestre, pero su urgencia por emanciparse no contempla esperar una revolución de pijos izquierdistas, más distraídos en el idioma en que quieren alternar, que en que los obreros no tengan que trabajar doce horas para malvivir.
El descanso semanal, que nunca es en domingo, lo ha convertido en quincenal para cobrar un día extra. Cada dos semanas vuelve a Barcelona con el ansia de ver a María,  con la que pasará tanto tiempo como le permita el trabajo de ella.
Como dos animalillos callejeros, sacian sus deseos de caricias en los rincones apartados o en alguno de los pocos parques de la ciudad. En sus casas no hay el ambiente que ellos hubiesen querido para estar tranquilos, tanto uno como otro, huyen de aquella insoportable situación contando los días y minutos que faltan para que se cumpla el sueño de ambos.

Las Ramblas están muy animadas con el paso de gente y turistas en verano, y ellos agotan hasta el último minuto del tiempo que le queda antes de tomar el tren. Compran una cerveza  y una bolsa de patatas fritas, en la calle Talleres, y después las comparten  sentados en las sillas de madera plegables que se alquilan en Canaletas.
Así exprimen el tiempo entre discretos arrumacos y aún más discretos besos. Finalmente Mario corre para no perder el transporte que le llevará de nuevo a Playa de Aro.
María, queda pensativa como en cada despedida. Siente que no le da todo el amor que él merece. Siempre es ella la que dice no a los apetitos de Mario, que aunque no se enfada, queda frustrado. No son menores sus ansias de placer pero, aparte de carecer del lugar necesario para satisfacerlas, a ella le toca decidir sobre el peligro de quedar, inoportunamente, embarazada. Ansía que llegue el otoño en que, finalmente, conseguirán casarse.
Según las cuentas que Mario le desglosa pacientemente, podrán hacer un discreto banquete con bocadillos en el bar que hay al lado del piso donde vivirán.
Mientras su novio vuelve a la pensión donde se hospeda en  la costa, hasta donde tiene dos horas de viaje, María acaba de fregar los platos de toda la familia y deja planchada la ropa que su tía le ha dejado amontonada. Sus dos primos suelen llegar tarde rehuyendo igualmente la hostilidad de la madrastra, pero ellos no tienen obligaciones domésticas que cumplir. A veces piensa que, si alguno hubiese sido una chica, ella tendría con quien consolarse y cambiar confidencias. Cuando se va a la cama, vuelve a pensar en las manos de Mario paseando sus partes erógenas, con quien ha acordado que a la misma hora se darían placer en la distancia. Para que sus tíos no la oigan, reprime los gemidos que acuden a su garganta, mientras  consigue apaciguar el deseo frustrado que han provocado las caricias de Mario, y, finalmente, se duerme, ya relajada, en su catre de ochenta centímetros.

Ha pasado el verano. El pequeño apartamento dispone de dos habitaciones, un comedor de doce metros y una cocina con ventana al patio de vecinos. Tiene varios desperfectos que arreglar, pero eso les ha permitido alquilarlo por un módico precio, además de un mes de carencia para ponerlo habitable.
Como dos hormigas inmersas en llevar una enorme miga de pan a su guarida, se esfuerzan mano a mano en adecentar su futura vivienda. Ellos mismos reparan los desperfectos  en la pintura y en el cuarto de baño, donde habrán de cambiar el inodoro, que está rajado. Entre pasada de rodillo y pasada de fregona saborean incómodamente unos magreos pero no se atreven a traspasar el dintel de lo meramente manual.
María y Mario se han casado en la parroquia de Bellvitge acompañados de una veintena de invitados, con los que, despues, han celebrado el discreto banquete en el Bar Mariano. Las mujeres de ambas familias se miran con cierto recelo, mientras los hombres rivalizan en beber tinto con gaseosa para sentirse obligadamente felices, tal y como el acontecimiento lo requiere.
Con cálculo milimétrico, Mario ha logrado pagar todos los gastos y, aun así, les sobra algo para permitirse un viaje de cinco días por la Costa Brava, donde quiere enseñarle a su mujer los bellísimos rincones que ha conocido mientras trabajaba de temporada. Ahí, torpemente, sacian sus ansias de sexo, reprimidas durante años, sintiéndose ya con todas las credenciales que una atrasada sociedad les exige. María se libera de todo corsé represor y disfruta con su amado Mario de una sexualidad que se ha revelado muy activa en ella. Se ha descubierto a sí misma unas sensaciones desconocidas hasta el momento, ni siquiera a Mario le cuenta cuánto disfruta del sexo, por temor a que la califique como a ella no le gustaría. Ya no tiene miedo al embarazo, por lo que las precauciones son innecesarias pero, paradójicamente, después de tanto temerlo, no queda encinta a pesar de tener relaciones diariamente.
Vive feliz como un pájaro y se convierte en la envidia de sus compañeras de trabajo que le ven la alegría en el rostro. Laura, a solas, la incita a contar sus intimidades y ella se resiste cediendo finalmente para dar salida a una felicidad que no le cabe dentro de la piel. Su  compañera la envidia, aunque de forma más sana que las demás. Lo que aquella chica le cuenta la hace llorar por dentro, deseosa de sentir aquel grado de felicidad.
Mario, está empeñado en comprar su propia vivienda y lograr que María deje la fábrica para dedicarse a los hijos que piensan tener.
Aunque la labor que realiza su mujer, está lejos de ser satisfactoria, ella no quiere dejarla para no cargar sobre Mario toda la responsabilidad de traer dinero a casa. Prefiere que no trabaje tanto y tenerlo más tiempo con ella pero, Mario, que está loco por demostrarle cuánto la quiere, al final convence a su mujer con la promesa de que, sólo será por un año. Después volverá al horario normal. Le promete.
 Acepta, entonces, un puesto en un hotel, que le obliga a trabajar de noche a cambio de unos mayores ingresos.
La obcecación de Mario por mejorar  económicamente, le distrae de la atención que María reclama de su hombre. Ella no quiere nada más que disfrutar de la felicidad que ambos se proporcionan. Los bienes materiales no son para ella una prioridad y trata de persuadirle de que cambie de trabajo, cuando, cada mañana, coinciden en el piso, él al llegar y ella al salir hacia la fábrica. Mario entra al hotel a las diez de la noche y vuelve siete horas más tarde, duerme de día hasta las cinco y, antes de entrar al hotel, trabaja en una cafetería hasta las nueve de la noche. Le queda el tiempo justo para ir a casa y cenar. A veces, unos precipitados escarceos amorosos con María le han hecho llegar tarde al trabajo, por lo que ha recibido aviso del jefe para que no se repita.
De la misma forma, María, a menudo le espera antes de ir a trabajar, intentando lograr un espacio de tiempo que les permita retomar los felices momentos que han vivido los primeros meses de casados.
Cuando, día tras día, le ve llegar a las cinco de la mañana, cansado de tan larga jornada, se traga sus ganas que son dilapidadas, más tarde, en solitario, en los aseos de la fábrica. María ha perdido la luminosidad que emitía tiempo atrás y Laura detecta los síntomas prematuros de un amor gastado. La joven lo niega pero sin demasiada convicción.
Durante cinco meses Mario alivia sus necesidades en los pocos minutos que se encuentran, pero María necesita de su cariño más tiempo del que él le dedica y, la mayoría de las veces finge para no herirle. En otras ocasiones, ella le espera, inútilmente, porque se retrasa, y acaba abrazando la taza del café, como única fuente de calor.
Así, poco a poco se le va entristeciendo la mirada como si las caricias de su marido fuesen el oxigeno para la llama de sus ojos, mientras su jefe, que la observa, se muestra cada día más ladino merodeando su persona, en constante y taimado acoso.
Así va pasando el tiempo sin que mejore una relación, que fue perfecta al principio y que María ansía como al agua, marchitándose como una planta.
Mario sabe de la necesidad de afecto de su mujer y, en su fuero interno, reconoce que la tiene abandonada. Ha planeado  llevarla a cenar la noche del viernes, haciendo un extra gracias a las propinas. Ha conseguido librar esa noche en el hotel y la va a esperar a la puerta de la fábrica para darle una sorpresa. Al llegar se da cuenta que tiene el reloj atrasado y la fabrica está ya cerrada. Sabe que a veces se quedan a trabajar horas extras y salen por la puerta de atrás, y allí se dirige para ver si María está todavía en la fábrica.
En el callejón, delante de la puerta por donde suele salir el personal, hay un Citroen dos caballos. Debe haber alguien dentro, piensa al ver que el coche se mueve debido a lo blando de la suspensión. Cuando se acerca, la poca luz del callejón, aún le deja reconocer, dentro del coche, la falda estampada de María. Levantada hasta la cintura permite al encargado manosear a la persona que más quiere en el mundo.
Se queda pálido, quieto, derecho ante lo que se niega a creer, mientras los amantes del Citroen salen para enfrentarse a una incómoda situación. María, tiembla, al estar segura de que va a perder lo que más quiere, y el encargado, que a sus cuarenta y cinco años es veterano en esas lides, pone la mano en el hombro de Mario y, con aires de impunidad, le dice que no es lo que parece.  Mientras,  se dispone a marcharse dejando un problema atrás, que parece no incumbirle. El terrible grito que exhala María pone sobre aviso al encargado, pero sin el tiempo suficiente para evitar que el adoquín, que Mario tiene en la mano, le rompa el cráneo. Como un autómata, deja caer la mortífera piedra y camina, cual un zombi, hacia la salida del callejón, para dirigirse a la comisaría más próxima. Tiene el firme propósito  de no volver a ver nunca más a su mujer, que volvió docenas de veces de la cárcel sin que  Mario le permitiera verlo  para pedirle perdón.
                                                           
                                                                   FIN
       



                                                                  E F C














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