Sueños pobres & Pobres sueños
(Relato corto)
Mientras
España vive momentos cruciales, convulsa por la muerte del presidente del
consejo de ministros, Carrero Blanco, un hombre de unos treinta y cinco años,
barba cerrada y mirada entristecida, observa desde hace varios días el deambular de una joven prostituta que,
sin alejarse más de cincuenta metros, repite el recorrido a la espera de que
algún cliente solicite sus servicios. La ropa demodé de este hombre delata los
diez años que ha pasado en la cárcel, en su caso, por homicidio.
No se atreve a abordarla y la amargura le cruza el rostro simbolizada por
unas arrugas prematuras, como si fuesen el código de barras de un drama humano.
Finalmente, tembloroso, se decide y cruza la calle con paso lento, dándose
tiempo por si se arrepiente. La barba poblada y la gorra de visera ocultan sus
facciones dejando sólo una franja, donde unos ojos azules, tristes y
esperanzados quedan a la vista.
Al llegar a la
altura de la joven fulana, la aborda de frente bajando en lo posible la visera
para ocultar la mirada, que teme que le delate. La puta, bajo el caparazón de
una personalidad fingida que la protege de la vergüenza ante los clientes, se
enfrenta a su posible trabajo con la soltura de una profesional consumada.
Sólo los ojos
del hombre están a la vista, pero son suficientes para que las pocas palabras
de falso cariño que la mujer ha emitido la avergüencen ante ellos. La triste
mirada de aquel barbudo la despoja de su coraza de trabajo, y queda como una
muñeca desmadejada, aupada en sus exagerados tacones.
La sonrisa se le
congela y el maquillaje se derrite grotescamente diluido en lágrimas resbalando, ya líquido, por sus mejillas.
Él no ha
pronunciado palabra, después de tantas veces ensayando en la soledad de su
celda no logra decir nada. Sólo una prolongada mirada que les remite diez años
atrás llena los dos primeros minutos
del encuentro. Aunque ambos se mueren por el abrazo postergado tanto tiempo, es
él quien toma la iniciativa y la estrecha entre sus brazos, a lo que ella
corresponde entre compulsivos sollozos.
Aislados en su pequeño
drama, no se percatan de las curiosas miradas que despiertan. Finalmente,
caminan hasta un bar próximo mientras la mujer, con movimientos apresurados, se
limpia el maquillaje de trabajo que nunca hubiese querido mostrarle. Allí toman
asiento al lado de una vidriera de cuarterones, donde el frío redondea las
esquinas helando los pequeños cristales. Vistos desde la calle dan la
apariencia de una pareja cualquiera, pero la forma de tomar las manos de ella
entre las de él, tiene un significado muy especial; le está pidiendo perdón al
tiempo que la perdona por algo que considera que él provocó en su día.
Por sus
cabezas pasan los años que estuvieron
juntos y que, desgraciada e involuntariamente, malograron un amor limpio y
lleno de esperanza. Como quien golpea un diamante habiendo oído que es el
material más duro del universo, y éste se desmorona ante su vista en mil
pedazos.
Juntos quedan
recordando los viejos tiempos, tratando de recuperar los despojos de una vida,
como quien busca unas fotos entre las ruinas después de un derrumbe…
*
Corre el año
1963. Mientras María y Mario, sentados en el solitario banco de la desierta
plaza recuentan por enésima vez los magros ahorros de que disponen, un frío
demasiado intenso para lo incipiente del invierno barcelonés les cala los
huesos. Ya falta poco para la boda. Afortunadamente, todavía no se han hecho
presentes los molestos, mezquinos y clasistas sabañones que, cada año,
suelen atormentarles.
Disfrutan
planificando lo que pretenden que sea su vida, juntos, y sufren por la escasez
de medios que les ha tocado en el injusto reparto de este mundo.
Las ilusiones
tienen gastadas las aristas de removerlas y removerlas en el saco de sus
proyectos; día tras día, durante tres años planean, cuentan, repasan, miran
pisos… sin que los ahorros aumenten a un ritmo satisfactorio.
María vive con
el hermano de su madre y su esposa, que vinieron de Andalucía años antes que
ella y ocupan un piso de alquiler en la barriada de Bellvitge. El agriado
carácter de su postiza tía imprime en la
casa un ambiente insoportable. Las segundas nupcias de su tío, con aquella solterona
que superaba los cincuenta, aportaron a
la familia unas manos para fregar, un cuerpo para yacer, y una voz para gritar,
todo, para evitar descendencia que mezclar con los hijos ya nacidos.
María soporta el
ambiente ceniciento para ahorrarse el coste de vivir en una pensión, que
hubiera tenido que ser modesta y que, aun así, le habría impedido contribuir
económicamente al proyecto de pareja.
Mario, al igual
que su novia, huye del mal llamado ambiente
familiar, donde el alcohol ingerido cotidianamente por su padre, impone
tristeza, desazón, e incluso violencia, casi siempre soportada por su
domesticada y sufrida madre. En ocasiones ha huido de sí mismo, tratando de
evitar un enfrentamiento con su progenitor, de posibles consecuencias trágicas.
El calor que
ambos intercambian sentados en aquel banco, es más emocional que térmico.
Mario, empujado por las imperiosas necesidades de sus veinticuatro
años, con el aliento trata de calentar la mano que pretende reptar bajo el
jersey de María, y llegar así hasta
el ansiado seno derecho, turgente, caliente y entrañable. Ella, a su vez,
deseosa de la caricia, libra una batalla
en su interior por el temor a que de cualquier ventana llegue el grito de algún
vecino, envidiosamente, escandalizado.
Están inmersos en su pequeño universo tratando de
saciar párvulamente las necesidades que Eros les provoca y ajenos al mundo que
les rodea, mientras el temido vecino y el resto de la gente permanecen frente
al televisor, absorbidos por las últimas noticias; en ese día han matado a
Kennedy.
Aunque lo
hubiesen sabido, todavía estaba el magnicidio muy lejos de afectar su minúsculo
mundo donde algunas vidas son peores que una magnífica muerte. Ellos se ven obligados a ahorrar hasta el
importe del transporte público. Al menos, en parte, ya que el cobrador, en un
acuerdo tácito y generalizado, les cobra solo la mitad pero no les entrega
tique; en caso de que suba algún inspector, que no esté involucrado en el
trapicheo, el cobrador se apresura a repartir los diminutos billetes que no ha
entregado en su momento.
La generalizada
miseria solidariza a la gente, que sobrevive y viaja apiñada en el autobús,
donde un ligero vaho, húmedo y maloliente, flota en el aire y bajo el que
proliferan roces genitales; unos consentidos y otros inevitables. Es fruto de
la represión psicológica que les impide liberar hasta sus más íntimos deseos.
Como si todo ser humano careciese de la
autonomía mental necesaria para dirigir sus propios actos. El más ínfimo deseo
sexual se convierte, a los ojos del poder establecido asesorado por las
sotanas, en la más sórdida de las pasiones carnales.
María trabaja en
una fábrica de altavoces al final de la Travesera de les Corts. Es afortunada,
dentro de lo que cabe, su trabajo no la obliga a manejar benzol. Hay varias
compañeras que, inútilmente, tratan de
ocultar la adicción al alcohol que les ha provocado utilizar, durante años, el
disolvente, pegando las membranas de los altavoces.
Día tras día,
recorre cinco kilómetros a pie, a la ida, y otros tantos a las seis de la
tarde, ya de vuelta, para lo cual necesita madrugar una hora más. En verano es
soportable, pero el duro invierno, a las cinco de la mañana, a veces, la obliga
a gastar en el autobús lo que no quiere, sobre todo, los días que la lluvia
hostil y despiadada se ceba en los madrugadores. Envueltos en raídos ropajes, caminan en oscura y silenciosa
procesión donde ni siquiera las velas iluminarían sus vidas.
Mario trabaja en
una fábrica de vidrio en L`Hospitalet de Llobregat. Para llegar allí necesita
hora y media y tomar dos tranvías. Normalmente es duro, pero el año anterior
durante los dos días que la nieve permaneció en las calles, hubo de recorrer
todo el camino a pié con el blanco elemento hasta las rodillas. Caminaba por el
centro de las calles, para evitar las paladas de nieve que caían desde los
tejados aliviando el peso en los edificios.
En 1962,
Barcelona no está habituada a estas nevadas, y los medios para combatir los
sesenta centímetros caídos eran muy escasos. Parece ser un Annus horribilis
tras las riadas de Septiembre en las cuencas de los ríos Besós y Llobregat.
A él no se le
hielan las yemas de los dedos en su trabajo como a María. Los sesenta grados
ambientales, de la fábrica, aumentan hasta los ochenta cuando se acerca al horno
a depositar los envases de vidrio que se deben templar después de haberlos
moldeado. Bajo un abovedado techo refractario, se pueden ver las pequeñas
piscinas de puro magma, que no deben dejarse enfriar nunca. Día tras día, la
arena derretida convertida en rojizo y denso líquido, hace que en el interior
de aquella vieja nave no existan los cambios de estación.
En otra cosa también,
acompaña la suerte a Mario, él no tiene las mejillas de perro pachón que a
otros obreros les ha provocado el inflado a pulmón de los envases grandes.
Cuando a su compañero Tomás, más veterano, se le hinchan los mofletes, aparecen
dos bolsas descomunales en ambos lados de su cara. Mario piensa en el esfuerzo
que aquellos pulmones tienen que hacer
para dar forma, estampando el vidrio fundido contra las paredes de la
matriz donde se conformará la garrafa. Después, una vez expelido el aire, observa
cómo caen le flácidas las mejillas, como tristes cortinas de piel humana. Piensa
que, si él estuviese así, no podría gustarle a María.
María es para
él, su pequeña puerta a la felicidad. Ese recóndito lugar que te acoge cuando
estás harto de soportar la vida. Esa cabaña infantil donde tus sueños se hacen
virtual realidad. Fuera de ella no hay nada que le aporte alegría. Ni siquiera
le interesan los partidos de fútbol que a muchos compañeros mantienen
narcotizados excitándose con el juego como si la vida les fuera en ello. Juntos
hacen proyectos de vida en común y se imaginan en el futuro viviendo en un
pisito que piensan alquilar cuando cuadren sus cuentas. Tener dos hijos con
María y crear su pequeño universo, es la ilusión que le hace resistir todas las
inclemencias de su cotidianidad.
Afortunadamente
ha conseguido una plaza de camarero que le alejará de aquel infierno, donde
sólo lo que se fabrica es transparente. Le han dicho que en verano puede ir a
trabajar a la Costa Brava, donde los turistas dan buenas propinas y, aunque hay
que doblar la jornada, pagan bastante
bien. Necesita ese dinero para alcanzar sus propósitos.
Asume la responsabilidad de procurar a María
una vida más digna de la que soporta, le hiere el alma ver las ácidas grietas
que el frío provoca en los nudillos de
aquellas pequeñas manos, que son las únicas que le han acariciado en edad
adulta.
María y Mario se
refugian mutuamente buscando el bálsamo de un amor torpe, pero muy sincero y
entregado.
Cuando logran un
rincón donde saciar a medias sus necesidades de arrumacos, se olvidan de un
mundo gris e inhóspito que les margina. Las diferencias con la gente de su entorno
no son tan pronunciadas como a ellos les parece. La economía del país,
tímidamente, empieza a moverse hacia lo positivo gracias al turismo. A
diferencia de él, algunos compañeros se permiten tener una motocicleta donde
llevar de paseo a la novia. Mario no puede dedicar todos los ingresos a sus propios proyectos ya
que debe ayudar a su familia; el padre, inmerso en su etílico mundo, ha perdido
su puesto de trabajo una vez tras otra.
Tiene dos
hermanos excesivamente más pequeños para inhibirse de ellos, nacidos víctimas
del empecinamiento inoportuno de una noche enfurecida de su padre. La nula
dedicación del cabeza de familia, le hace sentirse responsable de la
manutención de los gemelos. Aunque su madre dista mucho de ser como su
progenitor, tristemente cede a la presión de éste, que no quiere sentirse solo
con la bebida y la incita a ingerir lo que a él le destroza la vida.
Su discretísima
casa es una de las edificadas al libre albedrío, y sin control de urbanismo, en
la barriada del Somorrostro. La diferencia con una barraca es casi
imperceptible.
En el currículo
de su barrio solo tiene como dato destacable; alguna pelea con navajas y ser la
cuna de Carmen Amaya. En ocasiones, la bailaora visita el lugar seguida de su
séquito de guitarristas y bailaores. Los gitanos de la vecindad, con la
espontaneidad de quien no ficha en el trabajo, montan una fiesta alrededor de
una fogata, y ambas se extinguen a la par llegando el alba.
El trapicheo de
chatarra y mercadillo es constante, y las visitas de la policía forman parte
del paisaje.
Mario estaba
loco por salir de aquel entorno, con el que no se siente identificado, y del
que soporta noches en vela teniendo que madrugar para cumplir con el trabajo.
Confía en que algún día conseguirá remontar la situación y volar de allí para
crear su propio nido con María. Su novia es la píldora que le transporta a un
mundo feliz. Cuando se siente agobiado,
rumia los momentos que pasa con ella y vuelve a acariciarle mentalmente unos pechos
tersos y entrañables, casi adolescentes, que le provocan erecciones prolongadas
y a veces dolorosas, pero que le aíslan de una realidad hostil. Cuando,
acorralado por los pensamientos que le provocan la presión genital, libera sus
ansias en algún rincón íntimo, lo hace siempre pensando en otra mujer, inducido
por un extraño pudor que preserva a su novia de aquel sentimiento netamente
animal. En su fuero interno, le parece que utilizar a María sin estar ella
presente es semejante a violar mentalmente a la mujer que venera.
Sentada en su
puesto de trabajo, María escucha, un tanto escandalizada, las conversaciones
sobre hombres que mantienen sus compañeras de trabajo, donde alguna veterana,
ya casada, las excita y picardea contando parte de sus intimidades conyugales.
No es tanto los temas de sexo lo que la contrarían, sino la visión, nada
afectiva, que expresan hacia sus propios maridos. Ella quiere a Mario y siente
que lo suyo es diferente.
Cuando el
encargado se acerca reprimiendo el parloteo, discretamente se le va la mano
hacia el trasero de Laura que sabe muy bien cómo manejar a los hombres, tanto a su marido como al
encargado, el cual le apunta horas extras sin haberlas trabajado. Esta veterana
de cuarenta y dos años tiene bajo su tutela a María y, utilizando sus
influencias con el aprovechado jefe, le procura trabajos algo menos duros. Ve
en ella una criatura cándida y no quiere que se malogre demasiado pronto, por lo que mantiene al encargado a raya para
que la deje al margen de sus magreos.
Por las
confidencias que ambas comparten, conoce la relación de María y Mario, que es
el tipo de hombre que a ella le habría gustado tener cerca. Su marido carece
del más mínimo sentido de la responsabilidad paternal o marital; con sus
cervezas en el bar y su revolcón el fin de semana, cree tener cumplidas todas
sus obligaciones fuera de la obra donde, en ocasiones, no se mantiene muy
lúcido sobre el andamio. El insensible
barrigón cervecero atesora la sensibilidad de un ladrillo, pero su mujer suple
esa carencia poniéndole cuernos con el encargado, que no es más sensible que
él. Como mínimo le aportaba excitación en los revolcones clandestinos del
almacén, a diferencia de los ratos de cama del sábado; donde la mitad de las
veces concluye el acto como mera espectadora, sin acercarse ni de lejos al
orgasmo. Su marido, aparte de tener las manos con los callos de un caballo, no
pierde ni un minuto en excitar la libido de su mujer con las caricias que ella
espera inútilmente cada fin de semana, si no le estorba el periodo.
Laura, de alguna
forma, envidia el momento que aquellos jóvenes viven, deseosa de ser tan
importante para un hombre que la trate con el mimo que parece que Mario
dispensa a María.
Está convencida
de que a la joven le llegará el momento del hastío, pero quiere preservarla
mientras sea posible.
Mario,
finalmente ha cambiado de ocupación, y su vida parece tener un pequeño matiz de
color; ha conseguido unos ingresos más elevados, gracias a las propinas y a la
prolongada jornada que el trabajo de camarero requiere, lo que representa horas
extras que cobrar.
Ese año, después
de que él regrese de la temporada de verano, en la Costa Brava, tienen pensado
casarse e ir a vivir a un pequeño piso
de la calle Galileo, en Barcelona. Está cerca de la fábrica de altavoces para
que, de esta forma, María no se vea obligada a madrugar tanto ni caminar una
hora por los suburbios, donde sólo la compañía de otras mujeres le aporta una
relativa seguridad.
Es principio de
junio y faltan solo diez días para que Mario se incorpore a su trabajo en Playa
de Aro, en la discoteca Tíffanis. Es una sala de origen francés, con una
aureola de cierto glamour. Toda una revolución en el ámbito de las salas de
fiesta. Tíffanis destaca como una luciérnaga en el pueblerino aislamiento que
el país ha sufrido hasta el momento.
Allí verá cómo
algunos hijos de la burguesía, integrantes de la llamada “Gauche divine”, se
codean con los turistas europeos, más liberados que los españoles, y manosean
las teorías de Karl Marx entre copas de
whisky y vasos de gin-tonic. Esas conversaciones les permiten liberarse de la
carga de responsabilidad que acarrearía sentirse partícipes de los abusos que
sus padres cometen en las fábricas, para que ellos puedan pagar los Johnnie
Walkers y gin-tónics de Larios sin que
se les arrugue el ombligo.
En el interior de
Mario rechina la imagen que ve, mezclada con las conversaciones que,
parcialmente, escucha cuando sirve las mesas de aquellos pseudo intelectuales,
que utilizan las teorías de liberación
marxistas para aflojar bragas. Aquellas actitudes chocan frontalmente con la de
Casiano, el hombre de Comisiones Obreras que conoció el año que trabajó en la
Renfe. Aquel hombre distaba mucho de los pijos militantes que suelen frecuentar
Tíffanis, cuando están de veraneo. Tambien en Barcelona exhiben, impunemente,
sus descafeinadas teorías de izquierda en la sofisticada discoteca-pub Bocaccio.
Casiano tenía
cinco hijos, una mujer dura como el roble y un largo currículo de estancias en
La Modelo, adobadas con grandes palizas. Con una sola de ellas habría sido
suficiente para hacer defecar en los pantalones a cualquiera de aquellos
pequeño-burgueses de izquierda. Casiano no tenía papá a quien llamar si era
detenido por la brigada político-social. Y si lo llamaba, su padre no tenía un
amigo abogado conectado con Gobernación para que le sacase del trullo.
Mario observa
esas actitudes, que le parecen incongruentes, pero no profundiza en ello, su
objetivo es salir de un ambiente que le araña las entrañas, y está obstinado en
conseguirlo con su trabajo. Los mencionados personajes hablan de política con
tanta libertad, que le parece ridículo
el tono de clandestinidad heroica que imprimen
en el lenguaje.
La impresión de
que no vive en un mundo justo no necesita que nadie se la muestre, pero su
urgencia por emanciparse no contempla esperar una revolución de pijos
izquierdistas, más distraídos en el idioma en que quieren alternar, que en que
los obreros no tengan que trabajar doce horas para malvivir.
El descanso
semanal, que nunca es en domingo, lo ha convertido en quincenal para cobrar un
día extra. Cada dos semanas vuelve a Barcelona con el ansia de ver a
María, con la que pasará tanto tiempo
como le permita el trabajo de ella.
Como dos
animalillos callejeros, sacian sus deseos de caricias en los rincones apartados
o en alguno de los pocos parques de la ciudad. En sus casas no hay el ambiente
que ellos hubiesen querido para estar tranquilos, tanto uno como otro, huyen de
aquella insoportable situación contando los días y minutos que faltan para que
se cumpla el sueño de ambos.
Las Ramblas
están muy animadas con el paso de gente y turistas en verano, y ellos agotan
hasta el último minuto del tiempo que le queda antes de tomar el tren. Compran
una cerveza y una bolsa de patatas
fritas, en la calle Talleres, y después las comparten sentados en las sillas de madera plegables
que se alquilan en Canaletas.
Así exprimen el
tiempo entre discretos arrumacos y aún más discretos besos. Finalmente Mario
corre para no perder el transporte que le llevará de nuevo a Playa de Aro.
María, queda
pensativa como en cada despedida. Siente que no le da todo el amor que él
merece. Siempre es ella la que dice no a los apetitos de Mario, que aunque no
se enfada, queda frustrado. No son menores sus ansias de placer pero, aparte de
carecer del lugar necesario para satisfacerlas, a ella le toca decidir sobre el
peligro de quedar, inoportunamente, embarazada. Ansía que llegue el otoño en
que, finalmente, conseguirán casarse.
Según las
cuentas que Mario le desglosa pacientemente, podrán hacer un discreto banquete
con bocadillos en el bar que hay al lado del piso donde vivirán.
Mientras su
novio vuelve a la pensión donde se hospeda en
la costa, hasta donde tiene dos horas de viaje, María acaba de fregar
los platos de toda la familia y deja planchada la ropa que su tía le ha dejado
amontonada. Sus dos primos suelen llegar tarde rehuyendo igualmente la
hostilidad de la madrastra, pero ellos no tienen obligaciones domésticas que
cumplir. A veces piensa que, si alguno hubiese sido una chica, ella tendría con
quien consolarse y cambiar confidencias. Cuando se va a la cama, vuelve a
pensar en las manos de Mario paseando sus partes erógenas, con quien ha
acordado que a la misma hora se darían placer en la distancia. Para que sus
tíos no la oigan, reprime los gemidos que acuden a su garganta, mientras consigue apaciguar el deseo frustrado que han
provocado las caricias de Mario, y, finalmente, se duerme, ya relajada, en su
catre de ochenta centímetros.
Ha pasado el
verano. El pequeño apartamento dispone de dos habitaciones, un comedor de doce
metros y una cocina con ventana al patio de vecinos. Tiene varios desperfectos
que arreglar, pero eso les ha permitido alquilarlo por un módico precio, además
de un mes de carencia para ponerlo habitable.
Como dos
hormigas inmersas en llevar una enorme miga de pan a su guarida, se esfuerzan
mano a mano en adecentar su futura vivienda. Ellos mismos reparan los
desperfectos en la pintura y en el
cuarto de baño, donde habrán de cambiar el inodoro, que está rajado. Entre
pasada de rodillo y pasada de fregona saborean incómodamente unos magreos pero
no se atreven a traspasar el dintel de lo meramente manual.
María y Mario se
han casado en la parroquia de Bellvitge acompañados de una veintena de
invitados, con los que, despues, han celebrado el discreto banquete en el Bar Mariano. Las mujeres de ambas
familias se miran con cierto recelo, mientras los hombres rivalizan en beber
tinto con gaseosa para sentirse obligadamente felices, tal y como el
acontecimiento lo requiere.
Con cálculo
milimétrico, Mario ha logrado pagar todos los gastos y, aun así, les sobra algo
para permitirse un viaje de cinco días por la Costa Brava, donde quiere
enseñarle a su mujer los bellísimos rincones que ha conocido mientras trabajaba
de temporada. Ahí, torpemente, sacian sus ansias de sexo, reprimidas durante
años, sintiéndose ya con todas las credenciales que una atrasada sociedad les
exige. María se libera de todo corsé represor y disfruta con su amado Mario de
una sexualidad que se ha revelado muy activa en ella. Se ha descubierto a sí
misma unas sensaciones desconocidas hasta el momento, ni siquiera a Mario le
cuenta cuánto disfruta del sexo, por temor a que la califique como a ella no le
gustaría. Ya no tiene miedo al embarazo, por lo que las precauciones son
innecesarias pero, paradójicamente, después de tanto temerlo, no queda encinta
a pesar de tener relaciones diariamente.
Vive feliz como
un pájaro y se convierte en la envidia de sus compañeras de trabajo que le ven
la alegría en el rostro. Laura, a solas, la incita a contar sus intimidades y
ella se resiste cediendo finalmente para dar salida a una felicidad que no le
cabe dentro de la piel. Su compañera
la envidia, aunque de forma más sana que las demás. Lo que aquella chica le cuenta
la hace llorar por dentro, deseosa de sentir aquel grado de felicidad.
Mario, está
empeñado en comprar su propia vivienda y lograr que María deje la fábrica para
dedicarse a los hijos que piensan tener.
Aunque la labor
que realiza su mujer, está lejos de ser satisfactoria, ella no quiere dejarla
para no cargar sobre Mario toda la responsabilidad de traer dinero a casa.
Prefiere que no trabaje tanto y tenerlo más tiempo con ella pero, Mario, que
está loco por demostrarle cuánto la quiere, al final convence a su mujer con la
promesa de que, sólo será por un año. Después volverá al horario normal. Le
promete.
Acepta, entonces, un puesto en un hotel, que
le obliga a trabajar de noche a cambio de unos mayores ingresos.
La obcecación de
Mario por mejorar económicamente, le
distrae de la atención que María reclama de su hombre. Ella no quiere nada más
que disfrutar de la felicidad que ambos se proporcionan. Los bienes materiales
no son para ella una prioridad y trata de persuadirle de que cambie de trabajo,
cuando, cada mañana, coinciden en el piso, él al llegar y ella al salir hacia
la fábrica. Mario entra al hotel a las diez de la noche y vuelve siete horas
más tarde, duerme de día hasta las cinco y, antes de entrar al hotel, trabaja
en una cafetería hasta las nueve de la noche. Le queda el tiempo justo para ir
a casa y cenar. A veces, unos precipitados escarceos amorosos con María le han
hecho llegar tarde al trabajo, por lo que ha recibido aviso del jefe para que
no se repita.
De la misma
forma, María, a menudo le espera antes de ir a trabajar, intentando lograr un
espacio de tiempo que les permita retomar los felices momentos que han vivido
los primeros meses de casados.
Cuando, día tras
día, le ve llegar a las cinco de la mañana, cansado de tan larga jornada, se
traga sus ganas que son dilapidadas, más tarde, en solitario, en los aseos de
la fábrica. María ha perdido la luminosidad que emitía tiempo atrás y Laura
detecta los síntomas prematuros de un amor gastado. La joven lo niega pero sin
demasiada convicción.
Durante cinco
meses Mario alivia sus necesidades en los pocos minutos que se encuentran, pero
María necesita de su cariño más tiempo del que él le dedica y, la mayoría de
las veces finge para no herirle. En otras ocasiones, ella le espera, inútilmente,
porque se retrasa, y acaba abrazando la taza del café, como única fuente de
calor.
Así, poco a poco
se le va entristeciendo la mirada como si las caricias de su marido fuesen el
oxigeno para la llama de sus ojos, mientras su jefe, que la observa, se muestra
cada día más ladino merodeando su persona, en constante y taimado acoso.
Así va pasando
el tiempo sin que mejore una relación, que fue perfecta al principio y que
María ansía como al agua, marchitándose como una planta.
Mario sabe de la
necesidad de afecto de su mujer y, en su fuero interno, reconoce que la tiene
abandonada. Ha planeado llevarla a cenar
la noche del viernes, haciendo un extra gracias a las propinas. Ha conseguido
librar esa noche en el hotel y la va a esperar a la puerta de la fábrica para
darle una sorpresa. Al llegar se da cuenta que tiene el reloj atrasado y la
fabrica está ya cerrada. Sabe que a veces se quedan a trabajar horas extras y
salen por la puerta de atrás, y allí se dirige para ver si María está todavía
en la fábrica.
En el callejón,
delante de la puerta por donde suele salir el personal, hay un Citroen dos caballos. Debe haber alguien
dentro, piensa al ver que el coche se mueve debido a lo blando de la
suspensión. Cuando se acerca, la poca luz del callejón, aún le deja reconocer,
dentro del coche, la falda estampada de María. Levantada hasta la cintura
permite al encargado manosear a la persona que más quiere en el mundo.
Se queda pálido,
quieto, derecho ante lo que se niega a creer, mientras los amantes del Citroen
salen para enfrentarse a una incómoda situación. María, tiembla, al estar
segura de que va a perder lo que más quiere, y el encargado, que a sus cuarenta
y cinco años es veterano en esas lides, pone la mano en el hombro de Mario y,
con aires de impunidad, le dice que no es lo que parece. Mientras,
se dispone a marcharse dejando un problema atrás, que parece no
incumbirle. El terrible grito que exhala María pone sobre aviso al encargado,
pero sin el tiempo suficiente para evitar que el adoquín, que Mario tiene en la
mano, le rompa el cráneo. Como un autómata, deja caer la mortífera piedra y
camina, cual un zombi, hacia la salida del callejón, para dirigirse a la
comisaría más próxima. Tiene el firme propósito
de no volver a ver nunca más a su mujer, que volvió docenas de veces de
la cárcel sin que Mario le permitiera
verlo para pedirle perdón.
FIN
E F C
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