En mi modesta opinión
Uno de esos días en que anualmente
solemos regurgitar el 23-F, e influida mi mente por el seudo-reportaje de Jordi
Évole, me fui a la cama con las neuronas a vueltas con el tema. Por la mañana
me percaté de que había tenido un sueño descabellado, mi cabeza había estado
elaborando una hipótesis, de lo más peregrino, sobre lo que pasó hace 33 años
en el congreso de los diputados.
Resulta que,
este país, que un patriota de renombre había vendido a trozos estratégicos a
una gran potencia para que esta colocase sus avioncitos, estaba hasta los
güevos de una dictadura y de esa gran potencia que la protegía. La gente
esperaba, paciente, a que se agotase el sistema. Como el jefe ya estaba
chocheando y la cosa se tambaleaba, nombró a su más ferviente discípulo para
que tomase las riendas de la finca.
Mi gozo en un
pozo, pensó el personal, porque el señor almirante que quedó al cuidado del
cotarro resultó ser más papista que quién le había nombrado.
Como
consecuencia, la cosa se empezó a inquietar, y la potencia protectora de
dictaduras afines, pensó que el asunto de la transición corría el peligro de
decantarse hacia el lado donde anida el corazón. Algo tendremos que hacer, se
dijeron los sesudos capitostes de la gran potencia. El problema era que no se
podían ensuciar sus pulcras manos imperialistas con algo que no fuese
publicable. Analistas especializados en tirar la piedra y esconder la mano
elaboraron un plan para que la cosa fuese por el camino correcto y según los
parámetros de los buenos usos de la Compañía.
Entonces buscaron a unos chicos que no se llevaban bien con el almirante y sus
acólitos; chicarrones del norte dispuestos a lo que hiciese falta. Les
allanaron el camino para que pudiesen ejecutar la proeza y, cierto día que el
almirante iba a engullir una hostia consagrada, para hacerse perdonar los
pecados por las hostias, menos consagradas, que había repartido durante su vida
militar, el coche en que viajaba se proyectó hacia los cielos yendo a parar al
patio de un convento (cosas de la mística).
Eliminado el
obstáculo que impedía un proceso hacia una democracia tutelada, era cuestión de
esperar a que la espichase el viejo que, como buen zorro, tenía un plan B:
Pasarle los trastos a un aprendiz, de rancio abolengo, que el mismo venía preparando
desde hacía años. En esto que la palmó. Las cosas se precipitaron y los
gallitos del corral se pusieron de acuerdo para que un presidente, corona en
testa aglutinase bajo su capa borbónica a toda la tropa. Como hubo quienes
tuvieron que comulgar con ruedas de molino, por aquello del buen rollito, algunos estaban cabreados y se
resistían a formar parte del clan militar imperialista. La cosa volvía a no ir
por buen camino y los analistas sesudos hubieron de urdir un nuevo plan que
ablandase voluntades y erigiese al de la corona como salvador de la patria. Se
trataba de dar un susto a los españolitos para que se fuesen la pata
abajo y se comiesen cualquier rueda de molino por gruesa que fuese.
Buscaron a unos primos con tricornio para hacer de chivos expiatorios y, con
unos cuantos tanques, con un salvapatrias exaltado al frente, del que ya sabían
de qué pie cojeaba, montaron el pollo en Valencia. Una noche de canguelis y, de OTAN no, se pasó a OTAN
hasta la muerte, el Borbón se convirtió en el hada madrina, metieron al país
entre los mercaderes que Jesucristo expulsó del templo, el de la corona casó a
todos sus hijos-as, cazó animalitos con trompa y, colorín colorado, este sueño
se ha acabado.
Descabellado, ¿no?
EFC.
No hay comentarios:
Publicar un comentario